Hay una isla justo debajo del círculo polar ártico en la que es imposible hacer crecer ningún cultivo y por la que los trols campan a sus anchas. Nos referimos, claro, a Islandia. El nombre de este país significa tierra del hielo y hace honor a su nombre. Los inviernos son duros y oscuros mientras que los veranos de eternos días ofrecen unas temperaturas que en España llamaríamos invernales.

Nosotros decidimos a visitar la isla en una época en la que pudiésemos evitar la masificación veraniega y tuviésemos la oportunidad de ver auroras boreales, pero esquivando los rigores del duro invierno ártico. Por desgracia, una vez allí nos dimos cuenta que octubre no es la mejor época para visitar este país. Los frailecillos, ballenas y focas a duras penas pueden verse en esta época y las cuevas de hielo y otras excursiones invernales todavía no son lo suficientemente seguras pues hace “calor”. A pesar de escoger una mala época para visitar Islandia, nos dejó con la boca abierta.
Para poder visitar todo cuanto quisiésemos a nuestro aire alquilamos una camper van, una furgoneta ya preparada para poder dormir. Nada más llegar al país nos vinieron a buscar al aeropuerto para hacernos entrega de la que sería nuestra casa y medio de transporte durante los siguientes 15 días. Después de la revisión rutinaria y de unas advertencias sobre el peligroso clima islandés que nos metieron el miedo en el cuerpo nos arrastramos hasta una gasolinera y decidimos dormir hasta que saliese el sol, eran las 5 de la mañana y empezaba nuestra aventura en Islandia.
El círculo doradoNuestro camino empezaba hacia el oeste llevándonos directos al círculo dorado y recibiéndonos con todo lo que esperábamos de Islandia: el termómetro en los 0ºC y lluvia y nieve antes incluso de bajar del coche. Por suerte el tiempo cambia rápido y ese día decidió darnos una tregua para que pudiésemos disfrutar de este rincón del país.

La primera catarata a la que llegamos todavía bajo la lluvia nos pareció impresionante y fue el inicio de una sensación que nos acompañaría durante todo el día: lo mejor está por llegar. Después de la cascada un impresionante cañón entre paredes volcánicas nos llevó a lo que fue el primer “parlamento” islandés. Allí te queda claro que una condena a muerte en la horca puede ser clemente si la comparas con que te tiren a un río helado atado de pies y manos.

A punto estuvimos de no ir a ver Geysir aquel día, porque queríamos llegar a la cascada de Gulfoss y todavía no nos habíamos acostumbrado al frío. Pensábamos que sería un lugar enormemente turístico y que perderíamos esa sensación que nos llevaba transmitiendo la naturaleza todo el día. Nos equivocamos en lo segundo, había muchísima gente, pero la visita vale la pena, sobre todo cuando una columna de agua de unos 10-15 metros de altura se levanta sobre tu cabeza de repente.

Gulfoss debía cerrar el día y no nos decepcionó, pero no fue la última sorpresa del día porque ya de camino a la península de Snaefellness que queríamos recorrer el segundo día descubrimos algo que nos había pasado por alto. Estábamos ante “el muro” de Juego de tronos. Estando a sus pies ni siquiera habíamos pensado en ello. Una rápida búsqueda en Google nos confirmó lo que al principio no habíamos sabido ver.

¿Qué tiene la península de Snaefellness? Pues no lo sabríamos decir con exactitud, no tiene nada que no pueda verse en el resto de la isla, pero te hechiza, te atrapa y cuando te das cuenta ha pasado el día y no has conducido más de 100km Tal vez sea por lo salvaje de sus acantilados, el cambio de paisaje en sus carreteras, las enormes paredes basálticas, la naturaleza o que te sientes continuamente engañado.

Recorriendo esta región nos sentimos continuamente engañados, lo que parecía un enorme desierto se iba convirtiendo, poco a poco, en una llanura con cientos de detalles que tus ojos solo iban apreciando poco a poco; lo que parecía un monte cubierto de hierba acababa siendo un volcán con pequeños manojos de vegetación; una ballena en el mar a lo lejos resultó ser una enorme roca maltratada por las olas y cuando nos girábamos decepcionados para marcharnos: Oh, que ese túmulo vikingo de ahí, no lo habíamos visto antes. Nuestro sentido de la vista en Islandia nos traicionaba constantemente.

Cada pocos metros encuentras en la carretera el símbolo que indica que hay algo interesante por ver. Paras en la carretera y piensas: “no vale la pena, es un prado”, pero te acercas por las dudas. Después de repetir esta situación tres veces dejas de dudarlo: vale la pena. Cada una de las veces anteriores has descubierto que lo que te contaban tus ojos sobre el prado era falso.

Al caer la noche te das cuenta de que te has retrasado un par de cientos de km respecto al plan y no puedes evitar pensar: “¿A quién le importa el plan? Esto es maravilloso, disfrútalo”. Si además el camino te ofrece la oportunidad de ver focas retozando en las rocas, cómo no detenerse.


Después del primer día en la península de Snaefellnes debíamos tomar una difícil decisión: rendirnos a su encanto o correr para incluir en el viaje los fiordos del noroeste. La zona que planteábamos descartar es una región prácticamente inexplorada por los viajeros y nos llamaba muchísimo la atención, pero lo que pretendíamos dejar atrás nos había cautivado.
Los larguísimos trayectos y el estado de las carreteras, que consultamos gracias a la aplicación Vegagerðin, nos convencieron de que tendríamos que volver a Islandia para visitar aquello que ahora se caía de la hoja de ruta.

Ya sin prisas, había llegado el momento de pararnos a buscar pájaros, focas, localizaciones de Juego de tronos y a combatir las inclemencias del tiempo islandés en las piscinas de agua caliente.
Nos habían advertido en contra del famoso Blue lagoon, por la gran cantidad de gente que hay y porque hay que pedir hora con varios días de antelación así que buscábamos las piscinas públicas. No tienen tanto glamour pero es igualmente difícil salir del agua caliente.
¿Os suena la foto? Si sois fans de GOT seguro que reconocéis las tierras de más allá del muro.

El temido norte de Islandia promete muchas cosas y después de unos días nos preparamos para afrontar los crueles elementos y tal vez llevarnos alguna decepción, el listón estaba muy alto.
El tiempo inclemente, las temperaturas bajo cero, la nieve y la lluvia no nos decepcionaron, como tampoco lo hicieron las tierras del norte, en las que se dicen que viven dioses y trols. Leyendas totalmente verosímiles cuando el paisaje se convierte en pocos metros en un manto blanco o cuando las rocas basálticas dibujan lo que parece una ciudad de extraña geometría, no apta para los humanos pero quien sabe si adecuada para otros seres.

No todo son seres mitológicos, sin embargo, y la capital del norte, Akureyri se nos presentó como una ciudad pequeña y encantadora. Las casas de metal son una constante y más allá de disfrutar de la privilegiada situación de la ciudad, poco hay que hacer salvo salir a ver ballenas u otros animales que nosotros no tuvimos la suerte de ver.

Aunque oímos más de una vez que el encanto del norte son las ballenas y los frailecillos, la cascada de los dioses (Godafoss) y las tierras ardientes te quitan de la cabeza rápidamente que los animales sean lo único que puede ofrecer el norte. El inicio del invierno pinta además una estampa increíble cuando ves el lodo ardiente enmarcado en un paisaje cubierto por la nieve.


Igual que nos había sucedido con la península de Snaefellnes nos sucedió con el norte de la isla y los días se nos escapaban de las manos mientras nos debatíamos entre seguir adelante por lo que pudiese venir o demorarnos en los lugares que ya teníamos ante nosotros.
Así fue como dedicamos un día completo al lago Mývatn y alrededores que nos cautivo con sus dos vertientes: la invernal y dura de sus alrededores y la placida primavera que parece ofrecer el lago, indiferente a la nieve que lo rodea.


Tras pasar el norte y sus famosas casas de tierra al más puro estilo hobbit enfrentábamos una de las partes que más ilusión nos hacia: los fiordos del este. En todas las guías, blogs y lugares donde habíamos consultado hablaban muy bien de esta zona de la isla.
Después de Snaefellnes y el norte de la isla, sin embargo, no nos pareció el idílico lugar del que habíamos oído hablar. Muchos de lo que marcaba como puntos de interés no nos llamaron la atención y aunque el museo con una de las colecciones de piedras más grandes del mundo nos pareció gracioso, no quisimos pagar los 15 € por persona que costaba la entrada.
Quizás al geólogo le resulte interesante la exposición, pero sin duda no estaba hecha para nosotros.
JokursarlonOtro punto mil veces recomendado al que después del fiasco de los fiordos del este llegamos con mucha cautela. No había nada que temer. El cadáver de uno de los mayores glaciares fuera del círculo polar te hace dudar de lo que estás viendo.
Hielo, agua y al fondo lo que parecen montañas pero que no son otra cosa que más hielo.

Llegamos de noche y lloviendo, pero pasamos la noche frente a una lengua glacial de Vatnajokull para poder volver al día siguiente con más luz y hacer una de las pocas excursiones de Islandia: un paseo en barco por el lago glaciar.
Deshaciendo el camino hacia el famoso lago presenciamos tal vez uno de los momentos más bellos del viaje: un doble arcoíris sobre un pequeño lago glacial a unos pocos km de Jokursarlon.


Antes de salir nos marcamos en el mapa todos aquellos puntos que queríamos visitar y la mayoría se encontraban en la parte de la isla que no habíamos visitado todavía y en el centro, que solo es accesible en verano.
Por eso mismo, nos hacía muchísima ilusión recorrer los kilómetros que nos separaban de la capital. La ilusión esta vez no fue suficiente, la parte sur de la isla es hermosa y salvaje, pero después del norte y el oeste nos decepcionó un poco.

A excepción de dos o tres lugares el resto del sur nos pareció una repetición de lo que ya habíamos visto pero con la cansina sensación de kilómetros y kilómetros de desierto y tierras bajas que terminaban por hacerse algo pesadas.

A eso hay que añadirle que la enorme masificación del Sur, hace que se cobre entrada en algunos parkings, volcanes o cascadas y que el estado de los campings no sea el mejor. Ninguna de esas cosas contribuyó a mejorar nuestra impresiones.

Hay que decir que el sur tiene una fama justificada pues se pueden ver cascadas, desiertos, tierras volcánicas, lagos, glaciares y enormes paredes de basalto. Sin embargo, pasamos de una naturaleza indómita y salvaje a los domesticados recorridos para los turistas.
Merece especial ilusión Fjadargljufur y Skogafoss Y. Estos lugares nos hicieron olvidar el desencanto del sur durante unos instantes para ofrecernos parajes de ensueño. El primero por un misticismo que parecía desprenderse de las propias rocas que, junto con el agua, ejercían un efecto llamada que invitaba a ignorar el frío y la niebla y recorrer el lugar con calma.

El segundo por ser un lugar más, una cascada que no valdría la pena mencionar de no ser porqué, al subir arriba una variedad de colores típica del Japón otoñal nos hizo cambiar de opinión.

Antes de llegar a Reykiavik hicimos una parada en una zona termal. Se trata de un rio al que se llega después de un corto trekking, 40 minutos aprox.
La zona está habilitada para que uno pueda bañarse y no se debe pagar ninguna entrada por ello. Tanto las vistas como la temperatura exterior animan a quedarse dentro de las pozas, que están más frías cuanto más abajo están.

Ya relajados y tranquilos llegamos a nuestra última parada antes de la vuelta a casa, la ciudad de Reykjavic. Se nos antojo un lugar tranquilo y apacible sin el ajetreo de las grandes ciudades europeas pero con mucho encanto.

Pasamos la tarde paseando entre sus calles, descubriendo el arte callejero y sobresaltándonos ante las calles con nombres de Dioses nórdicos. Para nosotros, los puntos de ínteres de la ciudad, aunque curiosos no son lo que definen la identidad de este lugar. Así que, después de visitarlos, pasamos buena parte de la tarde paseando sin rumbo y disfrutando de los animales de la zona hasta que llegó el momento de nuestra única cena de restaurante.

Hay que decir que aunque comimos bien, ni el salmón ni el cordero, típicos de la isla tienen un sabor distinto al que tendrían en otras partes del mundo. Eso sí, por el precio cualquiera diría que deben ser espectaculares.
!Qué decir¡ Impresiona, paisajes para paladear poco a poco, con tiempo. A la manera de cada uno, marcando los tiempos a tu gusto. Del todo impresionantes…
Luis